Es difícil describir la experiencia de beber tan sólo un pequeño sorbo de Château d'Yquem. Es algo que nunca se olvida y que cuesta describir; quizás algo parecido al disfrutar de uno de esos postres tan perfectamente creados por los genios de la cocina, algo que sólo puede conseguirse tras un conocimiento profundo de las mejores materias primas.
Si describir un vino organolépticamente es siempre ardua tarea, ante una copa de Yquem la dificultad se torna máxima. Todos los sentidos son sobreestimulados al mismo tiempo y, pese a ser posible identificar algunos aromas como la mandarina, el albaricoque, la vainilla o los finos tonos tostados, comunicar su esencia se antoja imposible. Con tiempo en botella la fruta se muestra más seca y se intensifican las sensaciones especiadas y florales; ciruelas, canela, azafrán y flor de lima adornan una boca de exuberante elegancia y inagotable profundidad en la que el vino parece fundirse. Sedoso, preciso, realmente exquisito, magnífico...; los adjetivos podrían agotarse y seguiríamos sin haber descrito la emoción que transmite cada sorbo de Yquem. En francés existe una expresión que compara el posgusto de Château d'Yquem con la cola de un pavo real, que se abre pausadamente y parece no tener final, con infinidad de tonos y colores, con la delicadeza y la elegancia de la que únicamente aquello realmente bello es capaz.